Yo dormía en las sábanas usadas. Sentí un
jaloneo tímido del pantalón. “Hazme un favor, Iván”, escuche. “No ha venido el
guachimán de este turno y me da miedo que no haya nadie abajo, para que lo
reemplaces pues”.
Todavía con pedazos del sueño interrumpido
en mi rostro, sin saber lo que aquello significaba en realidad, acepte. “Ponte
esto”, y vayan a ver cómo me quedaba ese sacón marrón, era un mamarracho con la
gorra del mismo color y esa vara que en mis manos, en serio, daba risa y nada
que denotara autoridad.
La recepcionista no pudo contener la
sonrisa burlona pero se dio la vuelta y ya estaba dentro de su cubil.
“Graciaaas!, me avisas cualquier cosa ya, ehh gritas”, esto último me la bajo
hasta el piso. ¿Gritas? ni que estuviera tan hasta las huevas…miércoles quizás sí.
Bueno sí.
Y ahí estaba yo, en la entrada de ese
palacio del amor clandestino llamado Venus. Ese nombrecito caray. Hostal Venus,
por el Centro Cívico limeño. Ya eran más de las doce de un domingo de febrero, recién
iniciado, donde no hacía frío y más bien empezaba a sudar, no sé si por el
clima, el disfraz o por la vergüenza de la situación.
Mirando hacia el frente o de costadito con
cada sonido nocturno, de pronto escucho un golpeteo en la vereda, cadencioso y
constante. Eran los tacos de una señorita de la noche, que yo ya sabía que por
ahí pululaban. Y me quedo mirando, no
volteé, pero se me acerco y me quedo mirando.
“Tú ni cagando eres wachiman!!!” Tragando
un poco de saliva, me quede callado. “Hey, cuántos años tienes
mi amor?”, “18” solté por fin. “Pero claro, si eres una criatura” dijo la
muchacha que cuando voltee a ver estaba con una microfalda (así se dice no?).
Era de tamaño pequeño y el maquillaje excesivo ocultaba sus rasgos de chica de
23 o 24.
Tal vez por descubrirme así, timorato
chibolo, me tuvo confianza en ese rato como si yo fuera su amigo, su pata, su
chochera de años y empezó a contarme de cómo había estado el día, de que su
familia no sabía a qué se dedicaba, que ojala las horas pasen rápido porque
estaba cansada y que me cuide, que Lima es pendeja para los que no saben
defenderse y que me saque esa cara de huevón que tenía.
Un silbido fuerte y le cambió el gesto. “Ya
me llaman, me tengo que ir” y sin más se perdió en las sombras de la esquina y
con ella el sonido de su trajinado calzado.
Me quedé parado, me dio sueño, me dormí de
pie. Paso un buen rato y veo que se acerca un tío gordo, en camisa larga, muy
perfumado y tras él caminaba la chica que había conocido hace unas horas. Entraron
al Venus. Subían las escaleras cuando voltee a verlos y ella esperaba eso
porque no bien encontró mi mirada me guiño un ojo y siguió subiendo.
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