Ha sido muy placentero haber digitado “Gabriel García Márquez” en la barra de un buscador de vídeos y encontrar al autor colombiano en varias entrevistas, aunque sea recortadas (te alabamos YouTube). Así lo escuchamos sentenciando que es difícil que haya una línea en alguno de sus libros que no tenga su origen en la infancia.
Esos primeros ocho años de su vida en los que su abuela y su madre se encargarían de sembrar en la cabeza de “Gabito” toda suerte de cuentos y personajes que más adelante le servirían de cantera para ofrecernos sus aurelianos, josé arcadios, eréndiras y mamá grandes.
Refiriéndose a su niñez el nobel confiesa: “…no recuerdo esa época ni como la de un niño feliz, ni la de un niño infeliz, sino como alguien que tenía una vida propia, un mundo propio dentro del cual vivía”.
Conociendo el hielo
Cuando leí las primeras páginas de “Cien años...” fue como si de pronto también hubiera descubierto el hielo. Una novela original en su lenguaje e historia (verdades de Perogrullo no?) tan distinta a las demás obras, pocas en realidad, que ya había leído.
Los ojos se me abrían asombrados al descubrir a cada personaje, cada cual más suculento que el anterior, por lo cual decidí devorar ese libro, en el menor tiempo posible, sin temor al empacho.
Y es que Gabo, ese Melquíades literario, fue para el mundo en junio de 1967, aquel gitano bienaventurado de oportunísima visita a nuestra literatura latinoamericana que con su relato de los Buendía logró encontrar el centro de su obra toda, que ya había iniciado hace buen tiempo con su cuento La tercera Resignación en 1947.
Novela mala
Gabo afirma que el día que descubrió que lo único que realmente le gustaba hacer era contar historias, se propuso hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. “Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a otra cosa”. Afortunadas palabras. En otro momento declararía: “Padezco la bendita manía de contar”.
Ahora estamos con el escritor en México en esos días donde se encerraba hasta dieciséis horas seguidas en su escritorio que él llamaba “la cueva de la mafia”, armando el rompecabezas de “Cien Años…” El claustro voluntario era para proteger al feto y garantizar que se desarrolle como lo concibió. Y tal era su perfeccionismo que si cometía un error en la máquina de escribir descartaba toda la página y volvía a hacerla, según le contó al crítico peruano José Miguel Oviedo.
Cuando por fin logró enviarla a la Editorial Sudamericana, previo empeño de una licuadora, una paciente e irónica Mercedes Barcha, su esposa, soltó la siguiente frase: “Ahora sólo falta que la hijueputa novela sea mala”. Todos sabemos que no fue así. Que hasta ha sido traducida al esperanto, aquel idioma inventado, con el título Cent jaroj da soleco.
Lectura sin fin
El pasado 5 de junio del 2008, día en que se cumplieron los 40 años de publicación de la obra, se inició una lectura continua y en voz alta en la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde las personas que se inscriben leen de manera sucesiva tres páginas de “Cien Años de Soledad”.
Para celebrar este acontecimiento, que coincide con los 80 años de Gabo, también se ha impreso una edición de aniversario promovida por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española que Alfaguara ofrece a los internautas a 9.75 €.
Es un buen momento entonces para volver a esas páginas, o hacerlo por primera vez, y disfrutar de la historia de la estirpe de los Buendía, a no ser que como en Macondo también tengamos esa rara enfermedad por la cual nos hayamos olvidado como leer.
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